«Nada es gratis». Lo hemos escuchado mil veces. Cuando el tío le pide al sobrino que le ayude a pintar la habitación del fondo, éste le dirá que se lo puede retribuir, a su vez, ayudándole con su camioneta a mudarse no muy lejos del barrio. Sin embargo, hay retribuciones no tan «materiales»: A cambio de lo que ofrecemos podemos pedir un reconocimiento público, un lugar en los cielos divinos, una buen cumplido de mi grupo social de referencia, etc. Los antropólogos trabajaron sobre el tema y, en eruditos análisis etnográficos, nos hicieron comprender que atrás (o después) de un «don» hay siempre un «contradón». Los psicólogos sociales, en cambio, suelen hacer las delicias del público adicto a la divulgación científica: son muchos los experimentos referidos a la conducta altruista o egoísta en los casos de ayuda a un necesitado. Los estudiantes de psicología suelen hacer sus primeros pinitos colgando en youtube, por ejemplo, el típico caso del falso ejecutivo al que le da un ataque (también falso) y cae en la calle. Lo mismo hacen con un falso mendigo y se comprueba, cámara mediante, cuántos y quienes son los que acuden a ayudar. Las variantes de estos divertimentos estudiantiles (y que corren de manera paralela a sus tediosas sesiones de estudio de series estadísticas) suelen ser infinitas y desopilantes.
Sin embargo, con respecto a la gratuidad y el altruismo, algo empezó a cambiar a raíz de ciertos procesos tecnológicos relacionados con la digitalización. El puntapié inicial de estas reflexiones lo dio Walter Benjamin cuando, en 1936, escribió el pequeño pero multicitado ensayo «La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica». Con el fenómeno de la reproductibilidad (fotografía, cine) se pierde el sentido del «aura» de la obra de arte única e irrepetible. Las cintas de cine son todas copias, ninguna puede considerarse «la original». Lógicamente, esto dio paso a la reacción de algunos asustadizos que se refugiaron en la buhardilla con sus tranquilizadores osos peluches que les susurraban las ideas del art pour l’art y el arte puro y, de esta manera y solo de esta, podían conciliar el sueño.
Pero todo había cambiado y la función social del arte y el qué-hacer-con-este-público se volvió crucial. Las reflexiones de Benjamin dieron tela para cortar a todo el siglo XX, pero a principios del siglo siguiente se estaba cocinando otra cosa y ello se hacía con los ingredientes proporcionados un par de décadas atrás. Lo analógico, lo continuo se convierte en digital. Y eso era un vuelta de tuerca sobre la reproductibilidad. Si esta imagen tan bonita la convierto en una gran sopa de ceros y unos (código binario) ello quiere decir que te la podré llevar en algo más rápido que mi carretilla o mi moto y, lo que es mejor, tú me enviarías la tuya. Los intercambios de archivos se convirtieron en furor desde los primeros años del siglo XXI, pero detrás de mandar las canciones de U2 o la última versión pirateada del Office, se colaba algo bastante más preocupante (para ellos) que las travesuras adolescentes del pirateo informático: la idea de una nueva gratuidad, algo diferente a la reclamada y conseguida (con muchas luchas) de sus abuelos del siglo pasado.
Las alarmas se encendieron. Algunos sectores se perjudicaron directamente (música, algunos nichos de entretenimiento) y se intentó actuar para dar su merecido a estos díscolos nerds. Pero las tímidas refriegas de superficie ocultaban algo más ominoso para quienes están acostumbrados a regodearse en una chais longue de billetes y champán producto del sudor ajeno. La cultura de la gratuidad, del Copyleft, del intercambio o el Creative Commons de Lawrence Lessig supuso otra mirada en la generación Millennials y que se resume en una pregunta muy simple: ¿Para qué pagar lo que puedo -y exijo- conseguir gratis? seguida de una afirmación que roza el escándalo: Me encanta no pagar. La legión de tutoriales «hágalo usted mismo», del crecimiento del tercer sector (economía no lucrativa) con el voluntariado como bandera o la nueva politización juvenil devienen en elementos económicos de una manera que hace una década nos parecía impensable.
Como una especie de venganza edípica o de justicia poética, se desempolvaron los textos sobre la teoría del valor-trabajo porque muchos economistas se dieron cuenta que la definición clásica de utilidad marginal no cuadraba en el presente. Y es que lo digital-gratuito o la economía del conocimiento donde el coste marginal tiende a cero supone un cambio poco visible aún pero radical en sus consecuencias cercanas. Paul Mason lo reseño muy bien:
La teoría del valor del trabajo, tal como fue esbozada por Marx, predice que la automatización puede reducir el trabajo necesario a cantidades tan pequeñas que éste terminará siendo opcional. De acuerdo con esta teoría, las cosas útiles que pueden ser hechas con pequeñas cantidades de trabajo humano terminarán por ser gratis, compartidas y de propiedad comunal. Y así es.
La idea de la presencia de un postcapitalismo en curso surgió a raíz de estos notables desfasajes de la economía del conocimiento e intercambio donde el mercado (quizás útil para la fijación de precios en escasez) se muestra incapaz de cotizar bienes intangibles. Cuando Rifkin habla en La sociedad del coste marginal cero, del cambio de paradigma al pasar de consumidores a prosumidores es quizás demasiado optimista en pensar que, tan solo en un par de décadas, el actual capitalismo tardío se convertirá en un postcapitalismo. No fue que todos los romanos abandonaron la ciudad para irse al campo apenas vieron las huestes de Alarico. El paso de un sistema productivo esclavista a uno feudal fue a partir de un goteo constante de fugas de familias cansadas de vivir en el ya maloliente barrio de Subura (y otros barrios aún mas degradados) a un campo que prometía autosuficiencia alimentaria y un supuesto mejoramiento de la calidad de vida. Y ese proceso transicional duró bastante.
Lo cierto es que en el tardocapitalismo actual seguirán, y por un tiempo más o menos largo, las luchas intraclase entre el capitalismo industrial fordista y el capitalismo financiero por un lado (y se ve que va ganando este último) y entre la cultura gratuita y el capitalismo de servicios por el otro. En este último caso el campo de batalla se libra en los mecanismo de formación de precios en mercados de relativa abundancia (y es precisamente allí donde el revival de los teóricos del valor trabajo encontraron a los marginalistas con el paso cambiado y tropiezos tras tropiezos). Pero esta batalla se desarrolla a pesar (o por ello mismo) del solapamiento de ambos contendientes: He aquí al veinteañero profesor de pilates de mi madre y sus sonrisas cómplices cruzadas (servicios de demanda elástica) con mis ingentes capitales de pirateo informático e intercambio de bienes y servicios colaborativos con mis colegas millennials: Las fugas al campo de la gratuidad y la economía no lucrativa no requieren la presencia de espantapájaros de Alaricos. El hundimiento lento y constante de las clases medias que, en su desmedido (y tragicómico) afán de distanciarse de la plebs intentando mostrar marcas de enunciación propias de las altas y que, como efecto boomerang, las acerca a esas mismas plebs a las que desprecian en su fuero más íntimo, hacen el trabajo sucio pavimentando las carreteras al nuevo campo. Las nuevas relecturas de los Grundrisse no son, a este respecto, baladíes.
Esta página supone un pequeño empujoncito de hormiga al dinosaurio de la mercantilización de los bienes y servicios culturales. El esfuerzo lo considero válido no tanto por los resultados como por la fruición y el placer que ofrece contradecir el viejo pero falso adagio «lo barato sale caro» con otro más pertinente y personal: «lo gratis sabe mejor».
Lunes, 18 de abril de 2016
Patricio Reyes Copyleft
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